lunes, 3 de octubre de 2011

LOS PROFETAS MODERNOS FRENTE A LOS PROFETAS BIBLICOS

No es extraño que en tiempos de tanta desesperanza como son los tiempos que hoy vivimos en el mundo, surjan, como está ocurriendo ahora, tantos “profetas” y “profetizas”, en el escenario de la iglesia (por no hablar de tantos otros “profetas seculares”, que también abundan).
Pero si bien es cierto que no es extraño que esto ocurra, igualmente cierto es que este no es un fenómeno que la iglesia deba soportar con pasividad. Es de gran importancia que la iglesia revise desde el texto bíblico el sentido que se le da a la acción profética y desde allí asuma una posición radical y decidida ante los fenómenos modernos.

Quizá hoy, como nunca antes, la iglesia y el mundo necesitan la presencia de los profetas de Dios. Pero comencemos preguntándonos ¿quiénes fueron los profetas de Dios en el mundo del texto bíblico?

La palabra “Profeta” viene del griego profetes, pero fue del hebreo nâbî de donde se habría tomado su verdadero sentido. nâbî, Uno llamado para ser su vocero o portavoz; uno que habla en nombre de. Esta palabra, que muy probablemente  viene del verbo  NABAR, que significa hervir, nos recuerda la expresión del profeta Jeremías: “Cuando dije que nunca más volvería a anunciar tu palabra, sentí en mi interior un fuego que me quemaba y no lo pude resistir”. Jer. 20,9.

Las características del profeta bíblico fueron características muy particulares:
·         El profeta como persona era muy individual, no era el hombre que andaba rodeado de grandes personalidades ni ocupando las posiciones de gran dignidad.
  • Los profetas no profetizaron para hacer prosélitos. Su papel no era el de conformar “bancadas”, grupos o movimientos. Su papel no era el de buscar seguidores.
·         El profeta era un hombre íntegro, consagrado a Dios, desinteresado por la "maquinaria" del  gobierno. Le incomodaba la inmoralidad, la infidelidad a Dios y al hogar, el chantaje y la opresión.
·         El profeta del Antiguo Testamento era una persona valiente, leal a Dios, que veía detrás de las circunstancias, ve los propósitos.
·         Eran los hombres más humanos de la época.
  • El profeta no tuvo temor en denunciar el pecado con nombre propio, aún a costa de su propia vida.
  • Ellos profetizaron al pueblo y buscaron su restauración, no su división.
  • La vida de cada profeta permitió que se conociera alguna de las grandes perfecciones de Dios. Su amor, su fidelidad, su gracia, su paciencia o su inagotable disposición a perdonar.
  • El profeta no es el hombre que calla cuando le piden que hable, es el que habla, cuando le piden que calle.
  • El profeta anunció juicios, pero nunca se alegró cuando estos llegaron.
  • Eran mensajeros de Dios, no cronistas ni autores de comentarios políticos o críticos.
  • El drama de la profecía siempre fue la de convertirse en la voz del que clama en el desierto (Ex. 4:10-11; 7:1).

Los profetas aparecieron siempre en los momentos difíciles de la nación pero no lo hicieron como figuras oportunistas con el deseo aprovechar la crisis y figurar, sino más bien con el compromiso de reorientar el curso de la nación para procurar su restauración.

Si bien es cierto que eventualmente hubo profetas que vaticinaron (pronosticaron un futuro), la actividad del profeta no giró nunca en torno al vaticinio. La función del profeta gira estrictamente en torno a su compromiso. El profeta anuncia y denuncia.
Le vemos empleando una forma bien especifica y concreta “  ’âmăr  Yahwéh “ "Así ha dicho el Señor". Esta no era una forma publicitaria para vender su producto. Era una expresión que venía de una profunda convicción de ser “mensajero de Dios”.

Así dijo el Señor, fueron palabras utilizadas con mucho respeto por los profetas. Estas palabras dieron a sus discursos autenticidad e infalibilidad. Pronunciar estas palabras garantizaba que el pueblo escucharía y obedecería. Por lo que pronto se levantaron algunos profetas que, al descubrir el poder mágico del “  ’âmăr  Yahwéh”, comenzaron a utilizar la expresión de manera rápida, amañada y pretenciosa.
Dios tuvo, entonces, la necesidad de hacer un fuerte llamado de atención por medio del profeta Jeremías, que se registra en capítulo 23, versículo 31ss:

Pues bien, aquí estoy yo contra los profetas - oráculo de Yahveh - que se roban mis palabras el uno al otro. Aquí estoy yo contra los profetas - oráculo de Yahveh - que usan de su lengua y emiten oráculo. Aquí estoy yo contra los profetas que profetizan falsos sueños - oráculo de Yahveh - y los cuentan, y hacen errar  a mi pueblo con sus falsedades y su presunción, cuando yo ni les he enviado ni dado órdenes, y ellos de ningún provecho han sido para este pueblo - oráculo de Yahveh –“.
(Biblia de Jerusalén)

Pero, a pesar de la advertencia Divina, esta vieja costumbre de legitimación de los discursos religiosos se revive hoy, cuando  encontramos personajes que, queriendo hacer válidas sus posturas, anuncian a grito entero, que actúan “en nombre de Dios”.
Dios me ha mostrado, siento paz, el Señor me hablo, Dios me dijo, entre otras, son expresiones que forman parte de la terminología del cristianismo moderno, llegando incluso al irreverente uso de la expresión “Ha dicho Yahvéh”.
En la política hay quienes proclaman a grito entero haber sido escogidos por Dios, usando el “Así dijo Yahvéh”, en un discurso oportunista y manipulador.

Ahora, si hemos dicho que los profetas surgieron siempre en tiempos de crisis, de calamidad y de problemas, definitivamente tenemos que llegar a la conclusión de que hoy, en tiempos de tanta tragedia y turbulencia mundial y nacional, las voces proféticas son una necesidad inminente. Pero, ¿cómo definir, entonces el perfil de un verdadero profeta en nuestros días?

Para que una persona se defina como profecía, debe cumplir algunas características que no dependen de la forma literaria que se emplee ni de lo novedoso del mensaje. Tampoco tiene que ver con “vaticinios”, o adivinaciones. Una palabra profética es simplemente una palabra que corresponde al mensaje de Dios (Así ha dicho Yahvéh). Por lo tanto, no existe hoy por hoy una mejor forma de presentar una profecía, que por medio de la predicación seria, responsable y profunda de la Palabra que ha sido dada por Dios. El verdadero profeta de Dios no se distingue por otra cosa más que por anunciar el mensaje de Dios de manera clara y eficaz. El profeta de Dios denuncia el pecado, pero anuncia esperanza para el pecador.

La perspectiva que nos arroja el profeta Jeremías con respecto a su llamado, es quizá una gran ilustración sobre lo que debe ser el profeta moderno:
Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar.”  Jer. 1, 10.
           
Lo primero que tenemos que resaltar aquí es la expresión “autoridad”. Expresión que desde el hebreo se podría traducir como hoy te establezco, o te constituyo. No es la autoridad que se obtiene desde un cargo, o desde una posición social, es la autoridad que viene otorgada por Dios, no por los hombres. Cuando la autoridad la da Dios, no se respeta a hombre alguno, si es que las circunstancias lo exigen, pues es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres. Hechos 5,29. Sin embargo esa autoridad será reconocida por los hombres, quienes se verán impotentes ante ella. Desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra es de los hombres, se destruirá; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirles. No sea que os encontréis luchando contra Dios.» Hechos 5,38-39.
Un profeta moderno, al igual que los profetas bíblicos debe ser un hombre de autoridad. Autoridad que provenga de Dios, reconocida por los hombres y respaldada por su vida. La santidad no debe ser algo que se espere después de muerto. La santidad debe ser parte del estilo de vida del profeta, la alta moral y la ética deben, necesariamente caracterizar su andar diario.

Ahora, dice el texto que la autoridad es dada para ejercerla sobre gentes y sobre reinos. Esta autoridad no es sobre el monopolio del poder sobre las instituciones, ni se trata de autoridad sobre bienes. El profeta, luego, no es el hombre que “manda”, no es el que domina, ni es el que controla. Cuando se ejerce la autoridad de esa manera, se pierde la autoridad moral. Quizá nadie se atreva a condenar o a reprochar la acción del que así ejerce la autoridad, pero será objeto de comentarios de pasillo, comentarios que se silenciarán a su paso.
La autoridad tiene que ver más bien con seis verbos, distribuidos en dos grandes grupos. El primer grupo de verbos mencionados por el profeta Jeremías, corresponde al grupo de verbos que implican una acción demoledora. “extirpar y destruir, perder y derrocar”. Verbos que son traducidos al español de diferentes formas en cada versión de la Biblia y que no tienen en si un orden preciso. Simplemente es un interés que tiene el escritor por enfatizar esa acción demoledora que implica desarraigar, romper, destruir, derribar, arrancar, arrasar, asolar y demoler.
Pero, ¿Cómo es posible que esta sea la función de un profeta? Lo es. Lo es desde la perspectiva de la denuncia, como una de sus principales labores. Un mundo y una sociedad que se construye sobre antivalores y desordenes, una sociedad amoral y sin principios, debe ser sometida a un proceso de demolición total.
Es necesario demoler todo el heno y la hojarasca, el profeta tiene que derrumbar todo el andamiaje que se ha levantado con argumentos débiles. La denuncia es justamente la destrucción de los castillos de arena. Así como Natán desbarató el castillo de David, así como Samuel desbarató el castillo de Saúl, así como Jesús desbarató los castillos de los fariseos.

La autoridad consiste, entonces, en pararse sin temor frente al pecado, la injusticia, la mentira, el engaño y la falsedad, denunciando con vehemencia lo que es torcido y trastornando las maquinaciones impías.

Sin embargo, la gran dificultad surge cuando, quienes pretendiendo ser profetas, se quedan en este primer paso. Es decir, comprenden la acción profética solamente desde la perspectiva de la demolición. Hay quienes no conciben más que una función destructiva y andan de un lado para otro destruyendo cuanto se les pone por delante. Critican, juzgan, reprochan y condenan todo. No hay nada bueno y no hay nada positivo. Lo peor, su denuncia no contiene ningún anuncio de esperanza, sino solo de destrucción y desgracia.
Aquí es entonces cuando aparecen los otros dos verbos planteados por el profeta Jeremías; “reconstruir y plantar.” Igualmente dos verbos que no necesariamente plantean un orden sistemático y que algunos traductores prefieren usar los términos construir o edificar. Aquí llegamos justamente al momento más importante del ministerio profético, entendiéndose como tal, la acción de irrumpir en el medio, consiguiendo afectarlo. Afectarlo positivamente, logrando una transformación, un cambio, una renovación. El ministerio profético apunta a trascender en el contexto directo, por medio de la Palabra que ha sido dada por Dios. Palabra que además ha sido conocida y proclamada, pero tristemente olvidada.
Es importante notar que el mensaje de los profetas, antes de ser una proclamación novedosa, consistió en la proclamación de la Palabra que era conocida, pero despreciada. Los profetas hicieron un llamado a “volver”, de ahí la insistencia de una expresión clave en el libro de Jeremías; “Shûb”, una expresión hebrea que traducimos como “Conversión”, o como “volverse”, volverse a la Palabra. La Palabra contiene el proyecto de Dios, establecido desde la construcción de la comunidad en el Sinaí y “es útil para enseñar la verdad, para convencer de pecado, para corregir los errores y para entrenar en una vida justa” (2 Tim. 3,16), porque solamente el Proyecto de Dios es el que puede garantizar una vida humanamente viable.
Luego, los profetas, tanto en el Antiguo, como en el Nuevo Testamento, se dedicaron a buscar el retorno de un pueblo desviado, a los principios de la Palabra, no eran profetas porque adivinaran, eran profetas porque ardía en su corazón el mensaje que la Palabra transmitía y no lo podían callar, ardía en su corazón una fuerte pasión por el pueblo, por la comunidad, por establecer el proyecto de Dios. Si bien es cierto que algunos (y sólo algunos), profetas proclamaron algunos (y sólo algunos) vaticinios, no fue esto lo que los definió como profetas, pero fue más bien su rechazo al pecado, su vehemencia al momento de proclamar la Palabra y su búsqueda por la restauración del pueblo, por la construcción de un pueblo que evidenciara la presencia de Dios y que fuera luz a un mundo en oscuridad, como meta del Proyecto de Dios.

¿Está vigente el profetismo hoy? ¡Claro que está vigente! y se requiere, es urgente la necesidad de profetas de esta talla.
¿Los hay? ¿Hay profetas de esta talla? ¡Claro que los hay!, sólo que como Amós, antes de buscar títulos y reconocimientos, prefieren renunciar a ellos, mientras proclaman con vehemencia: “No soy profeta, ni hijo de profeta…, pero escucha lo que dice Dios respecto a tu comportamiento”.
Ser profeta no es algo que se logra con el reconocimiento de asociaciones, ni se proclama con “tarjetas de presentación”, es algo que se vive a diario y con fervor.

Que la iglesia de Dios se levante a profetizar, que el pueblo del Señor asuma su responsabilidad con disposición y entrega.

¡Que tu Palabra corra como la aguas y refresque como impetuoso arroyo!

Milton J. Martínez M.



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