lunes, 3 de octubre de 2011

LOS PROFETAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO Y LA ESPIRITUALIDAD

La historia del profetismo bíblico, es ciertamente una historia de largos años, que cubren por lo menos veinte siglos, desde Abraham hasta la era cristiana.
Precisamente, por tratarse de un período tan extenso, hablar de la espiritualidad en los profetas no es algo fácil y más bien nos obliga a describir primero los grandes periodos del movimiento profético, para, a su vez, descubrir las características de espiritualidad que les rodearon.
Una primera forma de acercarse al estudio de los profetas, es el acercamiento cronológico. Cada siglo, desde Abraham a Jesús, marca una época claramente definida y con sus propias particularidades.
Abraham, quien viviera probablemente sobre el siglo XX a.C. es llamado profeta en la Biblia cuando Abimelec quiso tomar a Sara por esposa (Génesis 20.7), y se convierte así en el primer personaje a quien la Biblia le atribuye este calificativo. A él se le sumaran luego Aarón, sobre el siglo XVI a.C., quien es nombrado profeta cuando es comisionado para acompañar a Moisés, su hermano, en el enfrentamiento con Faraón. Justamente va a ser su hermana, María, no solamente la tercera persona a quien la Biblia llama profeta, sino que será a la vez la primera mujer con este calificativo. Esta historia se desarrolló cuando el pueblo hebreo cruza el mar Rojo tras huir de Egipto (Éxodo 15.20).
Más adelante, en el libro de Números (11.25), se nos cuenta la historia de 70 ancianos que profetizaron, ampliando así fuertemente el grupo de profetas.
Moisés, el gran caudillo hebreo, proveniente de una familia levita, forma parte ahora de una familia de profetas, siendo que sus dos hermanos ya habían sido llamados profetas. Este Moisés es el siguiente personaje con este título en la Biblia (Deuteronomio 34).
Contemporáneo con esta familia de profetas, en los relatos bíblicos aparecerá ahora Balaam, un hombre a quien su relato propio en el libro de los Números, capítulos 22 al 24, no le llama profeta, sin embargo, al referirse a él en el Nuevo Testamento (2Pedro 2.15-16), se le llama profeta, y esto se debe a que Balaam ciertamente ejerció una función típica de los llamados profetas.
Antes de salir de este siglo XV, vale la pena citar que el libro de Deuteronomio deja reglamentados algunos aspectos relacionados con la labor profética, en donde se advierte que el profeta habrá de vaticinar ciertos acontecimientos, (Deuteronomio 18.15-22), no obstante advierte del peligro de creer en el profeta simplemente porque su vaticinio se haya cumplido (Deuteronomio 13).
Los profetas no hacen presencia en la época de Josué, o por lo menos el texto bíblico no lo menciona. Pero al llegar la época de los jueces, una época bastante difícil de precisar cronológicamente, por lo que nos limitaremos a decir que transcurre quizá entre los siglos XIV y XI, aparecerá la segunda figura profética femenina; Débora (Jueces 4.4), un caso además muy particular por tratarse de una mujer que juzgó a Israel durante un largo periodo.
Pasarán varios años más sin que surja otro personaje a quien se le atribuya este oficio, hasta la llegada de Samuel (1Samuel 3.20), a quien el pueblo le conoció como fiel profeta del Señor. Sin embargo, hay que anotar que antes de su aparición, se le presentó “Un varón de Dios” a Elí, el sacerdote que educaba a Samuel, para advertir sobre el futuro inmediato de Israel y de la familia de Elí. Esta expresión “Un varón de Dios”, que es utilizada en más de una oportunidad[1] en el texto bíblico, es también una expresión para designar a los profetas en el antiguo Israel.
Para esta misma época, que corresponde al siglo XI a.C., vamos a encontrar el relato del grupo de profetas con los que se encontró Saúl (1 Samuel 10.10), encuentro que a la vez le permitió a Saúl profetizar, al parecer en más de una oportunidad. (1Samuel 10.9-13; 19.19-24)
En la época de David, a finales del siglo XI, van a aparecer Natán (2 Samuel 7.2) y el profeta Gad (2 Samuel 24.11), ya al final de su gobierno, en el siglo X. allí mismo, en esa época, se descubre al sacerdote Sadoc (2 Samuel 15.27), y al levita Hemán (1 Crónicas 25.5), quienes serán llamados videntes. En la época de Salomón, siglo X, aparecerá el profeta Ahías (1 Reyes 11.29) y probablemente el profeta Iddó 2 Crónicas 9.29). Tras la muerte de salomón, ya con un reino dividido, habrá figuras proféticas que protagonizarán relatos tanto en el Reino del Norte, con Jeroboam, como en el reino del Sur, con Roboam. En el primer caso, hablándole a Jeroboam, un varón de Dios (1 Reyes 13.1) y un viejo profeta de Bethel que tiende una trampa al varon de Dios (1 Reyes 13.11). En el segundo caso, hablándolo a Roboam, encontramos a Semaías (2 Crónicas 11.2-4).
El siglo IX va a ser un siglo muy importante en cuanto a la participación de los profetas. En este siglo se nos mencionas más profetas que en todos los siglos pasados y además aparecerán las importantísimas figuras de Elías y Eliseo. Pero antes de estos, tenemos a Azarías (2 Crónicas 15.1), y a Hananí (2 Crónicas 16.7), en el reinado de Asa, en el Sur. Y en el reinado de Baasá, en el Norte, tendremos a Jehú (1 Reyes 16.1). También en época del rey Josafat, en el Sur, aparecen Jahaziel (2 Crónicas 20.14) y Eliezer (2 Crónicas 20.37). Llega ahora la época del rey Acab y es cuando aparecen las ya mencionadas figuras de Elías (1 Reyes 17)  y Eliseo (1 Reyes 19.19), quien tendrá un extenso ministerio, durante los reinados de Ocozías, Joram, Jehú, Joacáz y Joás (2 Reyes 13.14-20). También en la época de Acab aparecerá uno al que se le llama simplemente el profeta (1 Reyes 20-13) y Micaías (1 Reyes 22.8). y para cerrar el siglo IX, aparecerá Zacarías en el Sur, durante el reinado de Joas, (2 Crónicas 24.20).
El siglo VIII, será abierto, en cuanto a acción profética se refiere, por un profeta del que se desconoce su nombre (2 Crónicas 25.15). Pero éste será quizá el único profeta desconocido de este siglo, pues el siglo VIII a.C. no solo será un siglo con una gran presencia de profetas, sino que será además el siglo que se distinguirá por tener las figuras proféticas más importantes de todos los tiempos. Es en este siglo en donde aparecen los que algunos llamarán profetas escritores, pero que en realidad les mencionaremos como “los profetas cuya historia se narra en un libro que lleva su nombre”, pues en realidad no sabemos con precisión quienes fueron escritores y quienes no, pero además se sabe de algunos que fueron escritores, pero que no hay un libro con su nombre, como el caso de Natán y de Iddó, entre otros.
En este siglo aparecen Joel, Jonás, Amós, Oseas, Isaías y Miqueas, respectivamente. Pero vale la pena notar también en este siglo otra figura femenina de la que no se nos dan muchos detalles en el texto bíblico, sino que simplemente se le llamará “la profetiza” (Isaías 8.3) y se refiere a la esposa del profeta Isaías.
Pasamos entonces al siglo VII, cuando aparecen Jeremías, Sofonías, Nahum, Habacuc y Abdias, siglo en el que aparece otra figura femenina, Hulda (2 Crónicas 34.22), contemporánea de Jeremías, quien va a ser consultada por el rey Josías.
De allí pasamos al siglo VI con Ezequiel, Daniel, Ageo y Zacarías, para cerrar con Malaquías, probablemente en el siglo V.

Quizá sorprenda la extensa lista de los profetas en el Antiguo Testamento, pues es común hablar de estos haciendo alusión escasamente a los 17 libros contemplados en el corpus profético, cuando la lista pasa tranquilamente por encima de los doscientos.
Pero, ¿Quién fue un profeta? Para responder a esta pregunta, tenemos que aclarar que en este periodo tan extenso, el fenómeno profético no fue uno solo. Las características de los profetas cambiaron entre épocas, y por ello, definir lo que fue un profeta, o hablar de espiritualidad en los profetas del Antiguo Testamento, nos obliga entonces a analizar un segundo aspecto: la etimología del término.
Conocer el significado de los términos utilizados es fundamental, pues la palabra profeta, término que se usa de manera general e indiscriminada, no fue el primer término que se utilizó, ni corresponde al idioma original del Antiguo testamento.
Más bien, en el Antiguo Testamento encontraremos por lo menos tres expresiones distintas y a la vez claves para definir el significado de la acción profética:
Por un lado aparece la palabra roe[2], que en el griego de la Septuaginta se traducirá con Blepón, y en español diremos vidente, y se refiere a una persona capaz de ver realidades que otros no ven, como circunstancias y acontecimientos, o lo que podríamos también definir como un “adivino”. En este sentido, los roe eran personas que se dedicaban al oficio de la adivinanza, el develar secretos y misterios, anunciarle a una persona lo que está por venir y en ese sentido, cabe anotar que era común en las diferentes culturas antiguas la presencia de un personaje con estas características, dedicado a develarle al pueblo y a los gobernantes, los misterios ocultos, como es el caso del Baru, en la cultura babilónica.
En este mismo sentido de adivinación, se utilizará la palabra hotzeh, que al parecer corresponde simplemente a un cambio de vocablo en el tiempo, pero con el mismo significado que el anterior. En todo caso, lo importante aquí es anotar que el roe, o el  hotzeh, eran personas dedicadas a la adivinación por oficio, ellos esperaban una paga, un salario por su trabajo (1 Samuel 9.7), lo que hace que este fuera un oficio o profesión. Quizá es por esto que el profetismo en esa época se fue poniendo muy de moda y no faltaron las escuelas que formaban profetas. Escuelas que formaban a estos personajes en el arte de la adivinación (1 Samuel 19.20).
Este oficio se volvió muy común, por lo que comenzaron a proliferar también los llamados “falsos profetas”, distinguidos por hablar en nombre del Señor, pero en realidad la palabra que hablaban era una palabra que salía de sus propios corazones (Jeremías 23.16). Estos falsos profetas pretendían adivinar buena suerte futura a quienes les pagaban y pronosticaban desgracias a quienes no les daban pago por sus oficios (Miqueas 3.5)
No obstante, hubo en el Israel antiguo, otro tipo de personajes, que distaban enormemente de los anteriores, en cuanto al contenido de sus oráculos, su interés, sus motivaciones y los resultados de su acción profética. Estos hombres fueron llamados inicialmente ish Elohim “un varón de Dios”. Este no era propiamente un apodo, era más bien la forma de distinguirlos de aquellos que pronunciaban sus adivinaciones y sus vaticinios. Estos varones de Dios tenían algo en particular; no recibían pago por su actividad, no eran nombrados en cargos, ni tenían compromisos con los gobernantes.
La presencia de estos hombres en el desarrollo de la historia de Israel fue cada vez mayor, hasta que fue necesario encontrar un término con el cual designarles y es entonces, cuando surge la palabra nabbi, entre los siglos IX y VIII. Palabra que está relacionada con el verbo nabar, “hervir”, y sugiere a una persona que declara con fervor lo que arde en su corazón (Jeremías 20.9). Pero ese mensaje que ardía en su corazón, no era algo tan sencillo como una adivinación o un vaticinio, su corazón ardía porque había sido impactado por la Palabra de Dios.
Con la aparición de los nebihim aparecieron los hombres que cambiaron el concepto de profetismo. Un nabbí era una persona muy individual, no era el hombre que andaba rodeado de grandes personalidades ni ocupando las posiciones de gran dignidad. No profetizó para hacer prosélitos pues su papel no era el de conformar “bancadas”, grupos o movimientos. Su papel no era el de buscar seguidores, más bien era un hombre íntegro, consagrado a Dios, desinteresado por la "maquinaria" del  gobierno y le incomodaba la inmoralidad, la infidelidad a Dios y al hogar, el chantaje y la opresión.
El nabbí del Antiguo Testamento era una persona valiente, no tuvo temor en denunciar el pecado con nombre propio, aún a costa de su propia vida, era leal a Dios, pues era mensajero de Dios, él no era un simple cronista ni autor de comentarios políticos o críticos, el nabbí tuvo la capacidad de ver detrás de las circunstancias, no era movido por las creencias populares, sin embargo los nebihím fueron los hombres más humanos de la época, fueron movidos por el dolor del desprotegido y la angustia del desamparado, no toleraron la injusticia ni se gozaron con el de palabra mentirosa, ellos profetizaron al pueblo y buscaron su restauración, no su división. Anunciaron juicios, pero nunca se alegraron cuando estos llegaron.
El nabbí no es el hombre que calla cuando le piden que hable, es el que habla, cuando le piden que calle. Su drama de la profecía siempre fue la de convertirse en “la voz del que clama en el desierto” (Isaías 40.3; Juan 1.23).
Los nebihím aparecieron siempre en los momentos difíciles de la nación pero no lo hicieron como figuras oportunistas con el deseo aprovechar la crisis y figurar, sino más bien con el compromiso de reorientar el curso de la nación para procurar su restauración.
No era la forma literaria o lo novedoso del mensaje lo que hacía que una palabra se definiera como profecía, con los nebihím la profecía tampoco tenía que ver con “vaticinios”, o adivinaciones. Una palabra profética era simplemente una palabra que correspondía al mensaje de Dios   ’âmăr  Yahwéh, "Así ha dicho el Señor". Por lo tanto, quizá la mejor forma de definir lo que fue una palabra profética de los nebihím, es definirla como predicación, predicación seria, responsable y profunda de la Palabra que había sido dada por Dios. El verdadero profeta de Dios no se distinguió por otra cosa más que por anunciar el mensaje de Dios de manera clara y eficaz. El profeta de Dios denunció el pecado, pero anunció esperanza para el pecador.

Si existió esta variedad de términos en el antiguo Israel, ¿qué ocurrió entonces con el paso de los años? Tras la llegada y la imposición de idioma griego, se adoptó la palabra profetes para designar a los antiguos nebihím, pero lamentablemente esa expresión se conservó también para referirse al antiguo roe, o el  hotzeh y la expresión griega Blepón, que designaba al vidente desapareció, haciendo así que se perdiera la diferencia entre el uno y el otro y finalmente se confundieran estas dos actividades, aparentemente similares, pero profundamente distantes. Pero más grave aún, fue el hecho de que con el paso del tiempo, en la cotidianidad de la vida y en el ejercicio de la espiritualidad, la palabra profeta terminó adjudicándosele más a la persona que adivina, o presenta sus vaticinios o predicciones, alejándose completamente del concepto de nabbí y volviendo a la forma del roe y por lo tanto relacionando así la espiritualidad con las experiencias extáticas, el trance y las posesiones.

¿Estaba el Espíritu de Dios en los antiguos roe? Además del compromiso con la palabra de Dios, ¿cuál fue la influencia del ruah elohim, Espíritu de Dios, en los nebihím?
Al llegar a este punto, llegamos al punto clave con respecto a la espiritualidad en los profetas del Antiguo Testamento, pues al hablar de espiritualidad muchos esperan que se hable de experiencias metafísicas. Al hablar de la influencia del Espíritu, se asocia generalmente con un trance en el que la persona pierde la conciencia y el control de sí mismo y que queda bajo un control absoluto del Espíritu, sin posibilidades de ser, sentir o pensar.
No pretendo discutir sobre este tipo de experiencias. En realidad si los éxtasis, los trances y las posesiones son de Dios o no,  se vuelve algo irrelevante en términos de acción profética,
Una discusión sobre las experiencias extáticas, el trance y las posesiones, podría ser una discusión interesante para algunos y sin embargo sería una discusión irrelevante. La discusión relevante demanda argumentos, método y comprobaciones. Para discutir sobre el origen y la veracidad de experiencias metafísicas hay que limitarse al campo de la fe personal, de las experiencias individuales y por lo tanto se entra en un mundo de lo no discutible.
Si bien es cierto que los relatos bíblicos nos hablan de ese tipo de experiencias, vale la pena notar que los mismos no legitiman estas experiencias. Los relatos se dedican a narrar, las experiencias personales, pero no necesariamente están promoviendo las mismas, incluso, en algunos casos el relato muestra que dichas experiencias no eran plenamente afortunadas (1 Samuel 19.24)
El trance como parte de la actividad profética fue común en muchas de las experiencias del Antiguo Testamento, nótese la experiencia de Saúl en 1 de Samuel 10.10 y en 19.24; pero nótese también, que cuando se dieron este tipo de experiencias, generalmente el contenido de su profecía no aparece registrado, es decir, se dice que profetizó, pero no dice qué fue lo que profetizó.
Contrario a esto, en el caso de Balaam, si se registra el contenido de su palabra, pero es interesante ver cómo Balaam no entra en trance y además Balaam es un profeta de origen distinto a los profetas hebreos. De igual manera cabe notar que su palabra es una palabra en la que simplemente bendice a Israel y maldice a sus enemigos. Igual al caso de Balaam, lo podemos encontrar en los demás casos citados en el Antiguo Testamento.
Ahora, al llegar a los profetas posteriores, los del siglo VIII en adelante, a quienes ya hemos denominado nebihim, hay que aclarar que sus profecías no eran el resultado de una experiencia extática, estos profetas, siendo que fueron testigos de un Dios único, hablaron a hombres. Su mensaje tampoco fue el resultado de largos ayunos en la presencia de Dios, pero fue más bien el resultado de experimentar la injusticia y la necesidad del ser humano. Vivieron entre los hombres, sufrieron necesidades, sufrieron atropellos, humillación, explotación y barbarie, sintieron en su propia carne la injusticia, la inmoralidad y el desamor.
Fue desde allí, desde donde ellos pronunciaron sus oráculos. No estaban sujetos a convenios ni acuerdos, estaban denunciando a pesar de la presión de gobernantes y empresarios, ellos no promovieron las experiencias metafísicas, más bien las atacaron mostrando que la verdadera experiencia de Dios no se mide en términos de sensaciones, sino en términos de convivencia.
Lo que en realidad genera cierta confusión en algunos es el uso de ciertas expresiones como “el Espíritu del Señor vino sobre..” Esta expresión, en el marco de experiencias extáticas, hace pensar que se trataba de posesiones en las que el profeta entraba en trance. Pero en realidad hay que notar que esta expresión no solo se utilizó para referirse a los profetas, sino que se utilizó de manera indiscriminada con jueces, reyes, sacerdotes y algunos otros, que generalmente eran personas del común. Ahora, al afirmar el texto que “el Espíritu del Señor vino sobre él”, se refería a tareas específicas como ir a la guerra, vencer a sus enemigos, enfrentar circunstancias adversas, o enfrentar a los gobernantes impíos. Curiosamente de los profetas posteriores, solo dos se dice que “el Espíritu del Señor vino sobre él”, Miqueas y Ezequiel, de los demás no se dice tal cosa y sin embargo nadie dudaría que actuaran bajo el poder del Espíritu de Dios. Luego, la obra del espíritu de Dios consiste en capacitar a una persona para cada ocasión.
Nótese cómo incluso, cuando el apóstol Pablo trata el tema de la profecía en sus escritos registrados en el Nuevo Testamento, menciona que esas experiencias extáticas, aunque advierte que él mismo las ha experimentado, prefiere dejarlas para su experiencia personal, pero no para el adoctrinamiento de la iglesia, ni para el ejercicio de la espiritualidad comunitaria.
En el caso de Miqueas, nótese como interpreta la acción del Espíritu sobre él, cuando afirma:
 “Mas yo estoy lleno de poder del Espíritu del Señor,  y de juicio y de fuerza,  para denunciar su rebelión,  y su crimen.
Oíd ahora esto,  jefes de la nación,  y capitanes de la casa,  que abomináis el juicio,  y pervertís todo el derecho; que edificáis la ciudad con sangre, y con injusticia.
Sus jefes juzgan por cohecho,  y sus sacerdotes enseñan por precio,  y sus profetas adivinan por dinero;  y se apoyan en el Señor,  diciendo:   ¿No está el Señor entre nosotros?  No vendrá mal sobre nosotros”.
Miqueas 3. 8-11
Luego, lo que hace el espíritu de Dios sobre él, es darle valentía, valor y vehemencia para denunciar. Si bien es cierto, de Daniel, de Ezequiel o de Zacarías se dice que tuvieron sueños o que vieron visiones, realmente el relato define su acción profética en el marco de su misión con el pueblo. Los profetas preexílicos denunciaron el pecado y la injusticia, los profetas del exilio confortaron a un pueblo cautivo y los profetas posexílicos devolvieron el ánimo a un pueblo desprotegido. Y lo mejor, todo esto lo hicieron desde la exposición clara del proyecto de Dios definido en los códigos de la Alianza y lo hicieron en lenguajes completamente comprensibles y con acciones que, si bien es cierto en varias oportunidades eran acciones simbólicas, como lo hizo Amós, o Ezequiel, igualmente eran acciones que daban un mensaje claro y contundente.

Una vez revisado el amplio panorama histórico del movimiento profético en el antiguo Israel, y al mirar con cuidado la implicación y el sentido de los términos utilizados en el Antiguo Testamento para referirse a estos particulares personajes, se hace necesario volver a la cuestión de la espiritualidad, pero siendo que analizar la espiritualidad manifestada en cada uno de los profetas sería un ensayo demasiado extenso, propongo simplemente un corto análisis del relato de la vocación de Jeremías, que se constituye en un claro prototipo del ministerio profético y que se encuentra registrado en el libro que lleva su nombre, de la siguiente manera:
“Entonces me fue dirigida la palabra de Yahveh en estos términos:
Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí.
Yo dije: «¡Ah, Señor Yahveh! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho.»
Y me dijo Yahveh: No digas: «Soy un muchacho», pues adondequiera que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No les tengas miedo, que contigo estoy yo para salvarte - oráculo de Yahveh -.
Entonces alargó Yahveh su mano y tocó mi boca. Y me dijo Yahveh: Mira que he puesto mis palabras en tu boca. Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar.”  
Jeremías 1. 4-10.
Lo primero que tenemos que resaltar aquí es la expresión “autoridad”. Cuando el Espíritu de Dios vino sobre el profeta, la autoridad del mismo  evidenciaba esa presencia. No era la autoridad que se obtenía desde un cargo, o desde una posición social, pero era más bien la autoridad otorgada por Dios y por lo tanto no provenía de los hombres. Luego, si la autoridad la da Dios, de ser necesario no se respetaría a hombre alguno (Hechos 5.29). Sin embargo esa autoridad fue reconocida por los hombres, quienes se vieron impotentes ante ella (Hechos 5.38-39).
Los profetas bíblicos fueron hombres de autoridad. Autoridad que provenía de Dios, era reconocida por los hombres y respaldada por su vida. La santidad era parte del estilo de vida del profeta, la alta moral y la ética necesariamente caracterizaron su andar diario.
Ahora, dice el texto que la autoridad le fue dada a Jeremías para ejercerla sobre gentes y sobre reinos. Esta autoridad no fue el monopolio del poder sobre las instituciones, ni se trató de autoridad sobre bienes. Al profeta no le fue dada la orden de “mandar”, no se le llamó a dominar ni a controlar, pues cuando se ejerce la autoridad de esa manera, se pierde la autoridad moral.
La autoridad tiene que ver más bien con seis verbos, distribuidos en dos grandes grupos. El primer grupo de verbos mencionados por el profeta Jeremías, corresponde al grupo de verbos que implican una acción demoledora. “extirpar y destruir, perder y derrocar”. Verbos que son traducidos al español de diferentes formas en cada versión de la Biblia y que no tienen en si un orden preciso. Simplemente es un interés que tiene el escritor por enfatizar esa acción demoledora que implica desarraigar, romper, destruir, derribar, arrancar, arrasar, asolar y demoler.
Esto no parece ser espiritual, ¿Cómo es posible que esa hubiera sido la función de un profeta? Es justamente por esto que se define la profecía como “denuncia”. La denuncia es justamente la destrucción de los castillos de arena. Así como Natán desbarató el castillo de David, así como Samuel desbarató el castillo de Saúl, así como Jesús desbarató los castillos de los fariseos. Un mundo y una sociedad que se construye sobre antivalores y desordenes, una sociedad amoral y sin principios, debe ser sometida a un proceso de demolición total. Esto era lo que debía comprender Jeremías.
La autoridad consistió, entonces, en pararse sin temor frente al pecado, la injusticia, la mentira, el engaño y la falsedad, denunciando con vehemencia lo que era torcido, para así trastornar las maquinaciones impías.
Sin embargo, el profeta, entendió que no se podía quedar en este primer paso, el profeta no comprendió la acción profética solamente desde la perspectiva de la demolición, aquí es entonces cuando aparecen los otros dos verbos planteados por el profeta Jeremías; “reconstruir y plantar.” Igualmente dos verbos que no necesariamente plantean un orden sistemático. Algunos traductores prefieren usar los términos “edificar y plantar”.  Es algo así como cuando se demuele una edificación vieja y deteriorada y se planea la construcción de un nuevo edificio. Mientras el arquitecto dirige la demolición, está pensando en cada detalle que le dará a la nueva construcción, piensa en la apariencia, el gusto y la funcionalidad necesaria. En estos términos, podría decirse del profeta, que era un arquitecto de la fe. Aunque debía demoler, romper y destruir, este no era el fin último, su meta era más bien la construcción de algo nuevo, su trabajo no terminaba con la demolición, su trabajo allí apenas comenzaba, y terminaba realmente con la edificación, en eso consiste el anuncio.
El profeta estuvo llamado a construir. Construir la fe, no la desesperanza. Construir el amor por encima del egoísmo. Construir el compromiso por encima de la mediocridad. Construir la honestidad por encima de las promesas. Construir la tolerancia, por encima de la permisibilidad. Construir la vida por encima del abandono y el distanciamiento.

La espiritualidad de los nebihim, los profetas del Antiguo Testamento, fue eminentemente una espiritualidad desarrollada dentro del marco del llamado de Dios. Un llamado que  produjo carga por el mundo y por la sociedad que les rodeaba. Asimismo fue una espiritualidad que se midió en términos de responsabilidad, pasión y compromiso con la Palabra de Dios, una pasión que solo podría ser desarrollada, en la medida en que el profeta conocía el texto bíblico y ese conocimiento encendía en su corazón una chispa del fuego del Espíritu de Dios.

Milton J. Martínez M.*

Jueces 13.6;  un varón  de Dios vino a mí, cuyo aspecto era…”
1Samuel 2.27  “y vino un varón  de Dios a Elí, y le dijo: Así ha dicho…”
1Samuel 9.6 “hay en esta ciudad un varón  de Dios, que es…”
1Reyes 13.1 “que un varón  de Dios  vino de Judá a Bet-el…”
1 Reyes 17.24 “ahora conozco que tú eres varón  de Dios, y que…”
1 Reyes 20.28  “vino .. el varón  de Dios al rey de Israel, y le…”
2 Reyes 1.10 “si yo soy varón  de Dios, descienda fuego del cielo…”
2 Reyes 4.9 “éste que siempre pasa por aquí, es varón  de Dios…”
2 Reyes 25.7 “un varón  de Dios vino a él, y le dijo: Rey…”
[2] Respecto a este tema y a la definición de los términos, consúltese “Los profetas de Israel”, cap. 4, de león  J. Wood. También vale la pena consultar “Profetismo en Israel”, cap.2, de José Luis Sicré.

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